martes, 8 de diciembre de 2015

Sábado


La alarma aun no sonaba y la luz que se colaba en las persianas ya me había despertado, eso y mi extraña capacidad de levantarme antes de la hora pautada. Mi boca estaba seca, mi cabeza pesada, olía a noche, y a pesar del cansancio, no podía volver a dormir. 

Busqué una botella de agua, tomé rápidamente una pastilla y vi la luz titilante del celular que avisa de manera tímida que alguien dejó un mensaje. Era él, hacía un par de horas, confirmando la cita del dia. Le respondí de manera torpe que iría y me dispuse a matar la hora de sueño que aún podía aprovechar. Cerré los ojos y permanecí boca arriba. Era claro que no iba a dormir, al menos podría descansar un poco de la agitada noche de tragos que me llevó a casa. Estaba nerviosa; hace dos semanas no lo veía, hace dos semanas nos habíamos despedido con un abrazo de borrachos y una promesa a medias. 

Me encontré arreglandome para por fin salir, era un dia gris, más frío que los anteriores y parecía que iba a llover, él me advirtió que llevara un paraguas, lo hice, -“llevo el kit” le dije, botas, piloto y sombrilla, era un uniforme de guerra. 

Llegué antes que él, me dispuse a esperarlo nerviosamente fuera del aula mayor, no tenía dolor de cabeza pero me sentía cansada, él llegó y me tomó por “sorpresa”, me dió un abrazo y hablamos mientras esperábamos que la conferencia iniciara. No lo veía a los ojos, ser baja a veces ayuda a disipar los nervios, porque no estaba obligada a verle, pero lo hice, poco a poco, él también parecía algo torpe. Fue la primera vez que nos vimos solos fuera del laburo, no estábamos obligados a vernos, fuimos porque quisimos, él me invitó y yo acepté a destiempo. Me acompañó a comprar un libro, lo acompañé a fumar un pucho, llovía. 

Él estaba vestido de gris, como esa mañana de sábado. Su cabello, un poco más largo de lo debido enmarcaba su cara somnolienta, lo hacía ver mucho más joven, como un alma que recién empieza su recorrido en el mundo. 

La conferencia empezó sin que nos diéramos cuenta, entramos tratando de no hacer ruido, se sentó a mi izquierda, podía verlo sin que él lo notara. Me fijé en pequeños detalles, marcas en su piel, la forma en que se sentaba, y como escribía sus apuntes. Compartimos un par de comentarios, y una que otra mirada, la hora pasó rápidamente. Me impresionó cuanto pude seguir la clase sin perder mi objetivo principal, aprender sobre él. 

Fuimos a desayunar, puso en la mesa el regalo que había anunciado horas antes, era su libro favorito, le agradecí genuinamente sorprendida. Sentí miedo por vez primera, no recordaba la última vez que alguien me sorprendía, a mi, la que se jacta de un ideal de control total y absoluto sobre sus acciones y las de quienes me rodean. Sonreí y le agradecí un par de veces más. 

La conversación fue larga y amena, yo estuve callada la mayor parte del tiempo, tomé mi café y comí mis tostadas mientras él me hablaba de su familia, de sus romances, de sus demonios. Miré como se agitaba con cada palabra y como trataba de recobrar la calma; armaba un timeline mental con lo que hechos compartidos, lo miraba y no lo creía, era él depositando su historia en mis manos. 

El tiempo pasaba volando, el bar estaba por cerrar y tuvimos que salir. ¿Era ese el final de la cita? Lo miré con ojos de despedida y busqué rápidamente la sube en mi bolsillo. -”¿Mates en casa?”. Sonreí sin pensarlo -”Por supuesto” fue mi respuesta. 

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